lunes, 13 de julio de 2020

Antonio Zozaya y el entierro de Galdós. Madrid, 1920 (II)

Ya ascendía Galdós hacia la eternidad. Sus restos apenas habían sido depositados bajo la diamantina losa, cuando Antonio Zozaya, pluma en mano y enjugando la mirada, se disponía a escribir. Una vez más dedicaba sentidas palabras a su amigo. Una vez más ese nudo que ahoga y remueve el pecho; el que se repetirá años más tarde en México por otras penas, otras añoranzas y tantos recuerdos.
Fluidas, dictadas desde lo más profundo, Zozaya escribe la columna Bajo la tierra madre - Tras de los restos de Galdós, publicada el martes 6 de enero de 1920 en la página 3 de La Libertad, dedicada íntegramente al entierro de Galdós bajo el destacado título Imponente manifestación de duelo.




Tras de los restos de Galdós
  
   Madrid entero desfiló ayer, con la cabeza descubierta, el sobrecogimiento de la desdicha irremediable en el ánimo y la devoción sin rito a lo Eterno en el fondo del corazón, por delante de un féretro. Cubierto por la bandera nacional, yacía en su fondo un cuerpo rígido, inanimado, deleznable cárcel vacía de un alma soberana, que había empobrecido horas antes su augusta y serena ascensión al que denominó «inmortal seguro» el vate cantor de la conturbación dolorida.

   Una honda emoción, al par confortadora y triste, esperanzada y trágica, dolorosa y estética, oprimía todas las gargantas, helaba, con el espasmo de lo sublime, todas las médulas; nublaba con lágrimas todas las pupilas, y, al mismo tiempo, hacía palpitar en todos los pechos el noble entusiasmo por los más altos ideales. Bajo un sol invernal, pero limpio, posó sobre la muchedumbre el grito triunfador de la raza, y, trocando en clarividencia la congoja, resurgió en todos los cerebros la confianza en los destinos de la Humanidad.

   Luego comenzó el solemne, el inolvidable desfile. No tenía, o no necesitaba al menos, la ritualidad aparatosa de otros cortejos, en que la suntuosidad y la ostentación oficial suplen a la aflicción sincera; pero tenía la grandeza de lo espontáneo, de lo universalmente sentido; no era la representación de los Poderes públicos ni el boato de un acompañamiento ceremonioso lo que prestaba al cortejo magnificencia; era España entera la que le daba su glorioso esplendor. No caían desmayadas las banderas a media asta en los públicos edificios, ni habían cerrado sus puertas todos los teatros que el genio creador inundó de gloria. No importaba: la patria, la verdadera patria estaba allí para despedir a quien cubrió de laureles su escudo, y allí fueron, sin distinción de fortunas ni jerarquías, los hombres, los ancianos, los niños y las mujeres a ofrendar a los restos del autor de los «Episodios» y las «Novelas contemporáneas» algunos, un puñado de flores, y los más, un manojo de penas.

   ¡Feliz en su sueño de mármol quien llevó tras sí, en la postrera peregrinación, a la innominada muchedumbre! ¡Dichoso, en su esplendorosa inmortalidad, quien dejó en el pueblo la huella perdurable de su divina evocación! Realizó un fin tan alto, tan educador, tan excelso, que su nombre será una negación de la muerte, y su labor, bella y gigantesca, una afirmación de la eternidad de lo bello, de lo verdadero y lo bueno.

   Nada hay comparable a estas manifestaciones espontáneas, a estas explosiones del público dolor. Todo París desfiló ante los restos de Víctor Hugo, bajo el Arco de Triunfo, y esta eclosión del espíritu galo aseguró la victoria en el Marne y ante los muros de Verdún. Todo Madrid se descubrió ayer ante el cadáver del más glorioso de nuestros escritores, que, como el autor de «Noventa y tres», fue un gran patriota. ¿Por qué no ha de ser esa prueba palmaria de la idealidad de todo un pueblo presagio feliz del renacimiento de España?

   No veremos más al genio creador de «Gloria», de «Doña Perfecta», de «Marianela», «El amigo Manso», «Fortunata y Jacinta», «El abuelo», «Realidad», «La loca de la casa» y cien libros más que nos elevaron a las regiones de lo sublime y cincelaron nuestro espíritu, haciéndolo más generoso, noble y comprensivo. Hemos vuelto a nuestro refugio abatidos, como si, con la pérdida de Galdós, nos sintiéramos menos artistas, menos ciudadanos, menos hombres...

   Y, de codos sobre la mesa de trabajo, pensando en la infinita separación, nos hemos cubierto el rostro con las manos. Pero luego hemos mirado el estante en que están alineados sus libros, y nos hemos sentido muy cerca del glorioso maestro.

   Y después de enjugarnos los párpados hemos querido renovar esta íntima comunicación con el genio, que ya nunca ha de interrumpirse, y hemos comenzado a leer la primera página de «Trafalgar». D. Benito estaba a nuestro lado y hablaba por boca de su héroe:

«Se me permitirá que antes de referir el gran suceso de que fui testigo...»


ANTONIO ZOZAYA





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