miércoles, 3 de junio de 2020

Me llamo Fanny Crespo, y conocí a Galdós.

Sí, así se llama la elegante señorita de la fotografía. Conoció a Galdós en San Quintín durante un viaje a Europa con su familia. Años después, en 1917, cuando colaboraba para La Montaña, revista semanal de la Colonia montañesa en Cuba, escribirá el artículo «Añoranzas de lo ya ido».
Así comenzaba:
«De vez en vez llega hasta mi como el reflejo intermitente de un cirio que alumbrase en capilla conventual la imagen de una virgen morenucha y pálida, o como el perfume de blancas rosas que se abrieran en lejano jardín, el recuerdo de aquella mañana de Junio, y en él engarzado, como nítido rubí sangriento en artístico joyelero, el clavel rojo con que adornó mis bucles rubios el maestro».



Acompañada por su madre, su hermana y una institutriz, el carruaje ancho y forrado de estofas grises que ocupaban las llevó a la finca de veraneo del escritor.
«Detúvose el carruaje ante la verja cerrada de un jardín. Entre las rosaledas floridas había un hombre vestido de gris y cubierta la cabeza por un gran sombrero de paja que le resguardaba de los rayos solares, y cuyo hombre, ayudado por una joven, recogía violetas que echaba luego dentro de un canastillo de mimbres.
Aquel hombre, que aun me parece ver, sumido el rostro en la sombra proyectada por las alas enormes de su sombrero campesino, cariñoso y cortés con las filibusteras que llegaban a visitarle en horas tan tempranas, no era otro que el maestro don Benito Pérez Galdós.
¿Qué encontró él en mis ojos verdes y tristes, en cuyas pupilas se abrían dos fantásticas margaritas de oro?»
Mientras una hermana de Galdós y la joven, a quien podemos identificar como Rafaelita, acompañaban a la recién llegada familia y le enseñaban los rincones de la finca, Fanny recuerda que el escritor la alzó hasta sus hombros y la subió a la torre para contemplar el mar.
«El mar estaba allí. Muy cerca le fingía la vista. Glauco, inmóvil, dijérase que era aquel famoso espejo formado por una lámina de acero muy bruñida, en que vió por primera vez su rostro la linda doncella de la leyenda china; y sobre esta indolente quietud, cruzaban, persiguiéndose en rápidos vuelos, negros pájaros exóticos que rayaban su superficie y se perdían luego en las lejanías, allá donde el cielo con las ondas se besaba.
Anclado a corta distancia del puerto, meciéndose con voluptuoso contoneo, el trasatlántico en que llegáramos lanzaba por las chimeneas gruesas columnas de humo conque intentaba en vano, empañar la limpidez del aire, ya encendidas sus entrañas, presto a zarpar nuevamente, abarrotado de pobres emigrantes.
‒No te irás más. Te quedarás junto a mí para ser mi camarada y quererme mucho, ¿verdad, nena?
La voz entraba en mí empapada en infinita ternura y yo, huraña siempre, pronta a esquivar también los besos de las bocas extrañas, oprimía entre mis bracitos el cuello del maestro y presentaba la frente, tan pura entonces, a los labios de aquel que, al rozar con ellos mis mejillas, me grabó en el alma sus íntimas tristezas de hombre que vivió mucho».



Cuenta Fanny que, al atardecer...
«... en el reducido “oratorio” que ocupa un lugar de su gabinete de trabajo; donde coronas de laurel y retratos de hermosas mujeres se amalgaman sobre las paredes pregonando triunfos literarios y de amor; ante un Cristo llagado y trágico, don Benito, que tanto odio siente por las sotanas negras, unió mis manos para que rezase, y el Cristo parecía mirarle con infinita compasión. Quizás si sabía ya de las pretéritas angustias que sufría el maestro al ir perdiendo con lentitudes de martirio, ante la blancura glacial de las cuartillas aun no estupradas, la luz de sus ojos ya cansados…».
Como con celos de infancia, Fanny habla de Rafaelita, aquella joven del jardín que había recibido durante años el cariño que ella «hubiese querido poder conquistar».

Añoranzas del breve encuentro con don Benito que marcó su vida, dedicándola después a la escritura y la oratoria.

Fanny Crespo, escritora naturalista casi olvidada en su tierra, publicó al menos tres libros: Una adoración y otros cuentos (1930), Una rogación (1930) y Del olvido ¿nadie escapa? (1932).
Su hermana, Julia Crespo de Castro, que también conoció al escritor, fue directora de la Escuela Técnica Industrial “Fundación Rosalía Abreu”. Fanny fue la secretaria de aquella benefactora institución y participó de forma muy activa en los eventos culturales que organizaban; además, colaboró en la emblemática revista cubana Social.
«Ahora, aquí en Cuba, donde el mar perennemente azul arrulla a las tórtolas que hicieron su nido en la techumbre de las altas palmeras, y Galdós es devotamente admirado, aquella niña hoy ya mujer ungida por el dolor de la vida, al recordar la hora fugaz en que un Dios bueno hubo de concederle el gozar de la presencia del maestro Galdós‒que más tarde con “Gloria” y “Electra” distrajo sus noches de eterno velar‒piensa, que la fecha ya lejana ella debe conmemorarla, y ante la sombra del pasado, que ya se va para siempre, deposita, no una corona de laurel, sino un manojo de rosas frescas, silvestres, húmedas aún de rocío, e impregnadas de un sutil y exquisito perfume: del perfume de su alma… y solo siente no poder expresar, tal como quisiera, por causa de su connatural torpeza, cómo este perfume es!».
No conozco una biografía como tal de Fanny Crespo; sólo sé que, al parecer, había nacido en 1888, sin poder precisar en qué lugar de Cuba. Los datos que ofrece Fanny me hacen suponer que el encuentro con Galdós debió producirse en el siglo XIX.

Este ha sido el recuerdo que una niña cubana atesoró en su memoria para siempre. Ella conoció a Galdós. Ella conoció San Quintín. Nadie ni nada queda de aquel instante de emociones..., sólo añoranzas.

Eduardo Valero García

Publicado originalmente el 31 de mayo de 2020 en:
Madrid de Galdós y Mundo galdosiano